Las manos juntas, inseparables, pegadas con plasticola. Juntas las manos, los cuerpos distantes. Entran los dos al bar, al mismo tiempo y a distinto compás. Jazmín lo mira a Lisandro; Lisandro aparta la vista de forma brusca. Jazmín lo fulmina con sus ojos de gato asustado, como si de esa forma pudiera leerle el pensamiento. El verde menta de las paredes hace juego con su suéter, y con los ojos de Lisandro. Les asignan una mesa apartada con poca luz. Jazmín se sienta, Lisandro también. Y ahora qué, él se pregunta, y ella también, y los dos están igual de confundidos e igual de tensos. Jazmín lo mira a Lisandro; Lisandro detiene la mirada en una lámpara de vitreaux. Ninguno se atreve a romper el silencio. Este es un silencio triste, no es un silencio incómodo, como el de la primera vez que se vieron. Este es un silencio que dice adiós, melancólico, sutil. 
-Sabés por qué te traje acá.
Los ojos de Jazmín ya no son los de un gato: son los de un ciervo deslumbrado a punto de ser arrollado por un automóvil. El gesto de Lisandro es serio, impasible, pensativo. Cuando los atienden, piden dos cervezas negras y bien frías. Hoy es un día frío, el más frío del año, a pesar de ser fines de octubre.
-Mirá, somos dos extraños. No existimos para el otro, ¿me entendés? Es lo mismo que nada. Nada nos une. Por eso creo que es mejor que ya no estemos juntos.
Jazmín no habla. La voz de Lisandro suena distorsionada, lejana. Llegan las dos tiradas de cerveza. Ambos toman un trago largo que se hace interminable. La hora también se estira como un chicle. Once y media.
-No es que no te quiera, es que de verdad, no sé qué nos pasa. Qué nos pasó. Ojalá...
Qué nos pasó. ¿El tiempo, las ganas, el amor? ¿Éramos tan superficiales, tan carnales? ¿De verdad éramos tan distintos? ¿Fuimos demasiado egoístas? Quizás no había una causa concreta. Quizás fue la suma de las partes, que conformaron un todo desastroso. Y todo se reducía a ese bar con olor a tabaco, donde cuatro años antes había comenzado todo y hoy terminaba.
Se oye un como quieras, que Jazmín no sabe a ciencia cierta si salió de su boca o lo dijo alguien más en la mesa de al lado. Se para y sale del bar, y camina varias cuadras por la avenida San Martín, entre cavilaciones y turbaciones. No llora porque es dura. El reloj de pulsera da un pitido para indicar que ya son las doce de la noche. Jazmín mira las agujas del reloj, el segundero que avanza como un tic nervioso, luego los autos que pasan a toda velocidad, y las luces de las casas que se apagan, y las parejas que caminan tomadas de la mano.