Trozos de vidrio esparcidos por el suelo, imposibles de recuperar, de unir, de componer, y en esa confusión, en ese desorden, ese caos perturbador ella está desnuda, desnuda su cuerpo y su alma y su piel de serpiente muta. Sus colores, sonidos y aromas se desatan, liberados por fin del envase que los contenía. Ahora es un ser horriblemente sensorial; la belleza de la discreción, de la contención, de lo prohibido ya no existe. La seguridad del frasco le dijo adiós en el momento en que se hizo añicos. Ella se siente vorazmente curiosa. Y llora sin lágrimas por la pérdida y el temor. En la piel nueva reconoce características suyas que no la abandonaron, y que al instante de ser capturadas se transforman en millones de interrogantes y sensaciones jamás vividas. En vano intenta volver al envase, intenta componer ese refugio invisible que la oprimía pero que era lo seguro, lo estable, lo conocido. Ahora corre con su desnudez a cuestas, en busca de otro recipiente, ¿más grande? ¿Más cómodo? ¿Idéntico? Quién sabe. La piel le escoce; la luz es diez veces más brillante, los sonidos ensordecen, los aromas aturden. Está sola. Perdida. Desamparada. Y el envase está roto.