Eran las once y media de la noche y Charlie se había recostado en su cama. El dolor de cabeza le aturdía terriblemente. Pensó en lo que le esperaba de ahora en adelante. Pensó en Patrick, en Sam, en Mary Elizabeth, que se habían marchado a cumplir sus sueños universitarios. Incluso pensó en Michael. Sobretodo en Michael, que dormía profundamente y no tenía intención de despertar de esa pesadilla cruel. De vez en cuando se le aparecía el rostro de su tía Helen, aunque menos confuso y definitivamente menos temible. Muchas cosas parecían estar en su lugar. Pero otras no estaban tan claras. Charlie estaba confundido y angustiado, y deseó con todas sus fuerzas atribuir esa angustia a un día agotador y estresante, aunque bien sabía que no era así. Reprimía sus sentimientos, como siempre lo hacía; había algo que no quería reconocer.
Volvía a estar solo. Eso sucedía.
Todos se iban, todos lo abandonaban, y ese parecía ser el orden natural de las cosas. Como un ciclo, se repetían, con alguna que otra variable. Se sentía infinitamente miserable, y mientras observaba el cielo raso con aire distraído los recuerdos del año anterior se le sucedían delante de los ojos. Otra vez Michael. Extrañaba a Michael. Y a Patrick. Y a Sam.
Se levantó y tomó el cuaderno que tenía sobre el escritorio. El lápiz se deslizaba lentamente por el papel. Querido amigo, escribió, desearía no ser visible.