Se bajó del colectivo, en la esquina de Malaver y España. Miró su reloj y comprobó que aún le quedaban quince minutos. El día era espléndido; soleado y sin una nube. Tal vez un poco frío para su gusto. La calle estaba desierta y el silencio era casi absoluto, momentáneamente interrumpido por el sonido de las vías del tren. Comenzó a caminar casi sistemáticamente, para hacer tiempo. Las hojas, en tonos amarillos y marrones, crujían bajo sus pies. Cada tanto pasaba un coche. Mientras recorría las calles pensaba en sí misma, no de forma egocéntrica, sino más bien retórica. El sol le daba de lleno en la cara. Soplaba un viento que le helaba las manos. Le divertía deambular por las calles de los barrios, como si estuviera de visita, como si fuera ajena a la situación. Se rió a carcajadas porque se sentía muy infantil, aunque en el fondo lo único que sentía era tristeza. Tal vez era cierto eso de que las personas más tristes son las que sonríen más a menudo. Se acordó de la máscara que había usado para Carnaval el año pasado.
Dio vuelta a la esquina, y mientras caminaba observó las casas de la vereda de enfrente. Había una en particular muy bonita, de ladrillos y rejas verdes. En la vereda, una señora baldeaba sistemáticamente. Le había llamado la atención porque tenía la sensación de haberla visto antes. Pensó que se había vuelto loca, y siguió recorriendo las calles con absoluta tranquilidad. Eran tres menos diez; tenía tiempo todavía. De pronto, cayó en la cuenta de que esa cuadra le resultaba más que familiar. Definitivamente ya había visto ese árbol. Era imposible, porque ella no vivía en esa zona, pero aún así...
Se disponía a doblar por Malaver para ir hacia donde la esperaban. ¿Ese auto azul no estaba estacionado en la esquina de atrás? A mitad de cuadra alcanzó a ver una vez más la casa de rejas verdes y la señora, que barría con fuerza el agua enjabonada hasta llevarla al pavimento. Es una coincidencia, pensó. Nada más que eso. Por allá se veía aquél árbol de ramas extensas. Consideró la opción de estar caminando en círculos, hasta que recordó que era imposible, pues lo que se repetía siempre era ese tramo entre las calles Malaver y Buenos Aires, era como un sueño absurdo y hasta pesadillesco, de esos que nunca terminan y que provocan que uno se despierte agitado y todo sudado.
Caminó más deprisa y consultó su reloj. Tal vez lo mejor sería llegar a destino un poco más temprano. Pero con sorpresa, las agujas marcaban las tres menos diez. La batería quizás se acabó, se dijo. Mas cuando se acercó el reloj al oído escuchó un tic, tac que le pareció más terrorífico que nunca. Alcanzó Malaver para encontrarse con el auto azul en la esquina; la señora de la casa de ladrillos continuaba su limpieza; las ramas del árbol se agitaban con furia. Tic, tac. El reloj aún marcaba menos diez. Se dio cuenta de que se había nublado. Comenzó a correr. Jadeaba por el espanto más que por la fatiga. No se detuvo al doblar de nuevo. Vio a su izquierda una mancha azul. Oyó los barridos y el agua que caía. Tic, tac. Casi no había sol. El viento silbaba entre las ramas del árbol maldito. Le caían las lágrimas; se convenció de que debía de estar soñando, y le gritó a su yo interno que se despertara. Gritó desaforada, y entendió que estaba sola, que no había manera de escapar de esa cuadra maldita.