Amelia prefiere caminar en vez de usar transporte público, o coche. Le gusta sentir el cosquilleo de las piernas en movimiento y el ruido de los pasos sobre el pavimento. Oye el silbido del viento a través de los árboles. Le gusta imaginar que esos silbidos son historias contadas por personas que viven a kilómetros de distancia. Se pregunta si sus historias también se vuelven etéreas y viajan lejos.
Amelia levanta la vista hacia el cielo, y se pregunta sobre el origen de su existencia. Los nubarrones negros le responden con lágrimas que en segundos se transforman en cataratas. Corre hasta encontrar un lugar en donde refugiarse; el pelo anaranjado contrasta con el gris de las calles y los edificios. Las nubes lloran, piensa Amelia, y se larga a llorar, porque hoy se siente miserable. Sus emociones suelen mimetizarse con el tiempo: ayer estuvo soleado y se sentía extremadamente feliz.
Al llegar a casa, Amelia se prepara una taza de té con leche y se sienta en su sofá. Reflexiona, y surgen varios interrogantes. Tiene alma de filósofa. Cuando era chica solía preguntar ¿por qué? y su mamá la miraba con desaprobación y fastidio. ¿Por qué? es una pregunta muy abstracta, y a la vez muy específica.
La luz en el interior del departamento se hace más débil. A través de la ventana llega un olor a la cocina de las abuelas; la vecina del 4ºA debe de estar preparando la cena. Amelia mira su reloj de pulsera y ve que son las ocho y cuarto. Suspira. Ojalá mañana no llueva.