En un instante se hicieron las diez de la noche. Veintidós horas del día que retumbaban en la casa y en el viejo reloj de cuerda del salón principal. Gong. La señora Beatriz pensó que se iban otras veintidós horas de su vida, desperdiciadas en esa enorme mansión que el señor Alfredo y ella habían comprado varios años atrás. Se detuvo en el varios y en el habían comprado: ciertamente, los varios se habían transformado en décadas; y la casa siempre había estado a nombre de su marido. Honestamente, todo pertenecía a Alfredo, de alguna u otra forma. Los muebles habían sido de sus abuelos. El piano de cola, una reliquia materna que se remontaba al menos hace un siglo atrás. Y el reloj, el bendito reloj, un regalo de no sé qué señor importante a la familia de su padre. Ese reloj que ahora mismo indicaba el ocaso de un día e indefectiblemente el ocaso de su vida y su juventud. Beatriz recordó que era el momento de tomar sus antidepresivos. Luego, como todas las noches antes de irse a la cama, se sirvió una copa de vinto tinto para poder dormir. Esto era algo que había adoptado como costumbre desde que Alfredo venía tarde a la casa. Como la verdad era demasiado dolorosa como para ser aceptada, Beatriz optaba por fantasear que su esposo trabajaba hasta altas horas de la noche, como el magnate de negocios que era y que siempre había sido. Las pastillas y el vino pronto harían que olvide los olores de un Alfredo trasnochado, los olores del alcohol, el cigarillo y el perfume de otra mujer.