domingo de mayo

Mis anteojos se empañan al beber el primer sorbo de té. Son las seis de la tarde, pero parecen las diez. Esa es una de las razones por las que detesto el invierno; siempre está oscuro y frío. Tal vez me molesta demasiado porque así es como me siento usualmente. Los polos tienen que ser opuestos, no iguales. Aunque paradójicamente los días nublados o de lluvia no me desagradan tanto. Ya ni me entiendo a veces.
Me dispongo a continuar con mi lectura. Me ha pasado que a medida que paso las páginas de un libro siento que estoy ante mi propia vida. En esos casos imagino que el escritor es amigo mío y que escribió mi autobiografía con lujo de detalles. Es sorprendente cómo los sentimientos son de carácter universal. En este momento, yo me siento sola, y al mismo tiempo en Bulgaria otra persona puede estar sintiéndose sola, o en Turquía, o en Japón, o en Colombia. Da igual el lugar, sentimos lo mismo.
Al reflexionar sobre esto, me angustio, porque recuerdo que soy un ser miserable y patético, y a la vez pienso en todos los seres miserables y patéticos en el mundo, que sufren como yo, y en cómo me gustaría abrazarlos y decirles "tarde o temprano, las cosas se ponen mejor", aunque ni yo me lo crea. Últimamente no creo en nada ni en nadie. Perdí la fe hace un tiempo largo.
El té se enfrió, pero qué más da. Ya no quiero té. Tampoco seguir leyendo, ni pensar en el hombre solitario de Bulgaria o de Colombia. Quiero pensar en que una vez me sentí feliz, aunque no sirva de nada. ¿Acaso existe alguien que sea feliz?